lunes, 25 de junio de 2012

La espada y el cuento.







Lo único que había deseado en la vida era poder ver el cielo azul y claro.

Sin esperar sorpresa alguna levantó la mirada y allí estaba hermosa y reluciente su magnífica espada de Damocles, justo sobre su cabeza, donde sus ojos pudieran verla bien. Fuera a donde fuera o hiciera lo que hiciera ella siempre estaba presente, siempre presente; ni en el más profundo de sus sueños desaparecía: expectante, vigilante, colgada de su fino hilo esperando el momento de soltarse al fin y caer sobre él para dar sentido a su existencia.
Lo llamaban loco. ¿Acaso alguien podía vivir con ese peso encima sin estar loco? ¡Que sabía nadie! Su Vía crucis era suyo y el camino lento y tortuoso hasta el Gólgota también. De nada valía ignorar la realidad, solo su locura le daba pequeñas treguas y le permitía respirar con facilidad. Había intentando en infinidad de ocasiones poner fin a este sin sentido llamado vida, pero la cobardía se lo impedía.
Un día al levantarse notó algo distinto, se sentía muy bien, quizás como nunca se había sentido. Miró hacia arriba y no vio la espada. No había techo en la habitación solo un inmenso y maravilloso cielo azul; sin apenas darse cuenta empezó a subir y subir y subir hasta que volando desapareció. Digo desapareció porque literalmente fue así: nada quedó de él, ni su recuerdo. Quizás la espada era lo único que lo hacía visible al mundo y lo mantenía vivo.

Una mañana me llegó una carta sin remitente, al abrir el sobre reconocí de inmediato su letra, había escrito dos frases.

Los seres agónicos como yo desperdiciamos la vida inmersos en nuestras propias fobias. Sigo con mi espada.

Nunca más volví a tener noticias de él.