martes, 9 de abril de 2013

El intercambio





Tarde o temprano sus caminos se iban a cruzar. Andaban por la senda del no retorno; allí, los encuentros eran inevitables.

Primero se intuyeron, luego divisaron sus sombras en el horizonte y un poco más adelante, percibieron sus imágenes con nitidez hasta encontrarse uno frente al otro. Los dos estaban exhaustos. Hacía años, al inicio del camino quizá, solo les había importado una cosa: llenar sus fardos vacios. Pero ahora era distinto; los arrastraban con dolor y resignación. Eran incapaces de soltar el lastre. Seguían unidos a ellos como si de otra extremidad se tratara; una prolongación incómoda del propio cuerpo. Su paso lento los había vuelto pacientes y apáticos, permitiéndoles detener el tiempo sin angustia. Vivian con la inercia que conlleva el sentido de supervivencia, eso era todo. Pero después de observarse con detenimiento, un brillo extraño se reflejó en sus ojos. Su codicia muerta resurgió más fuerte que nunca. Desearon con vehemencia el uno el fardo del otro, y sin pensarlo, se abalanzaron para robarse mutuamente. Fue sencillo porque ninguno de los dos opuso resistencia. En unos segundos, sus cargas fueron intercambiadas. Y con los nuevos fardos a cuestas, creyeron sentirse más ligeros: era más fácil caer en la falacia que aceptar la realidad. Ahora, seguirían hasta que el peso regresara, hasta encontrar otra carga que intercambiar; y no sería la última porque el camino carecía de final. Era la senda del no retorno: quien se adentra en ella ya no sale.

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