Hacía mucho que había acordado la cita y de nuevo la anulé. Siempre me sucedía lo mismo: conforme se iba
acercando el momento, las excusas se hacían más y más sólidas regalándome
pretextos perfectos para hacer la cancelación una vez más; o no me sentía
preparado, o no me parecía el momento oportuno o sencillamente (y eso era lo más
real de todo) sabía que pasara el tiempo que pasara, él, siempre estaría allí
esperándome.
La mañana despertó extrañamente oscura. El cielo se había
teñido de azul grisáceo provocando en mí,
una cierta sensación de desaliento. Sin embargo, ese día no encontré razón
alguna para no acudir al encuentro. Llevaba tiempo preparándolo todo: la ropa,
los zapatos, el corte de pelo y la silla. Era importante este último detalle porque
necesitaba sentirme cómodo: no tenía idea de cuánto tiempo iba a durar la
conversación, así que mejor ser precavido. El espacio y el lugar los conocía de memoria, la escenografía también; pero sentía curiosidad por saber que
tan acicalado se presentaría él ante mí, como habría preparado su personaje
para este momento tan importante en la vida de ambos.Me dirigí al punto de reunión, era una habitación en el subterráneo de la casa. Al abrir la puerta, lo primero que encontré fue el espejo recubierto con una sábana blanca. En realidad, ese era todo el mobiliario que había; La silla acabo de completar la decoración. Me acerqué y retiré la sábana lentamente. Este acto lo sentí más bien como un ritual; una manera de prolongar el tiempo previo al encuentro. Deseaba apurar al máximo aquellos últimos segundos porque sabía que después de esto, nada volvería a ser igual.
Con el espejo al descubierto, pude ver claramente su imagen: allí estaba él, sentado frente a mí como si el tiempo no hubiera transcurrido para ninguno de los dos.
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No pensé que demoraras tanto nuestra cita
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Yo tampoco, le contesté.
Hablamos durante horas. Pude encadenar escenas de mi vida
voluntariamente suprimidas, y me sentó bien.
Todo fue verbalizándose: errores, angustias,
felicidades y desgracias; mis remordimientos y mis inconfesables, todo. Allí
estábamos ambos: él, mi yo y yo, su él, a pecho descubierto.Cumplimos lo acordado, él salió del espejo y yo entré; no sin antes desearle la mejor de las suertes y un buen comienzo para su nueva vida. Me miró a los ojos por última vez, esbozó una leve sonrisa y cubrió el espejo de nuevo con la sábana blanca. Lo último que escuché fueron sus pasos, el chirriar de la puerta y un golpe seco; después… silencio.