Beatriz Uribe de Castro pasaba sus horas de
una forma un tanto peculiar. El lugar
era indiferente: podía estar en su casa,
en el metro, o en cualquier cafetería de la ciudad creando mundos paralelos
cuya única acción transcurría en su mente. Beatriz era completamente ajena a la
realidad que la rodeaba. Deambulaba por las calles con la mirada perdida y
cuando sentía que la creación del momento la atormentaba, cambiaba de escenario
con la misma facilidad con la que uno se cambia de ropa.
En algún
momento fue feliz pero eso formaba parte del pasado: un pasado que por otro
lado no deseaba recordar. Si hubiera
podido, habría borrado su nombre de todo documento oficial y se habría
reinventado de nuevo. Beatriz ¿qué nombre era ese? De origen latino significaba
bienaventurada ¡qué ironía! Mejor le hubieran puesto Lilith, la proscrita que
se liberó de Adán para estar con su amante; esa si tenía agallas. Abandonada
por su marido y sin haber podido engendrar hijo alguno, naufragaba
entre la cobardía de la supervivencia y la locura. Sus personajes le regalaron el mundo que deseo. Amaba a uno por encima de todos; disfrazada de guadaña tentaba a la muerte y le hacia un guiño de desprecio. Era la burla perfecta. Pero como dice el Tango” toda carta tiene contra y toda contra se da” y una fría mañana de otoño, Beatriz fue burlada. Ya no más escenas: el telón cayó frente a ella sin poder evitarlo. Una vecina extrañada por no haberla visto en días, avisó a la policía. Encontraron su cuerpo junto a otros cinco cadáveres más esparcidos por la habitación: parecían títeres salidos de un carnaval dantesco.