Iba a cruzar la calle cuando la vio. Al instante quedo
embelesado por el contorneo de sus
caderas y las finas agujas de sus
tacones. La Diosa, marchaba al compás de los Tambores de la selva urbana luciendo un ceñidísimo
vestido de satén blanco que realzaba de sobremanera su figura. ¿Cómo podía concentrarse tanta belleza en un
solo cuerpo? Para un eterno seductor como él, ese sería un día de caza estimulante. Decidió
seguirla rastreando su olor igual que un
felino a su presa. Luego de un corto trayecto, la Diosa entró a un café cuya
fachada quedaba rotulada con un nombre en francés: “les gent qui j’aime” .Esperó
unos segundos y fue tras ella. Se acomodó en la barra y después de pedir un
whisky observó con deleite a la presa. La distancia era perfecta, la diosa
estaba sentada en una de las mesas y el ángulo de visión era ideal. Después de
unos sutiles coqueteos con la mirada, lo
invitó a tomar posesión de la silla vacía que tenía a su lado. Hablaron durante
horas enfrascados en una conversación relajada y amena, extraño por otro lado,
entre dos personas que acaban de conocerse. La Diosa era como un libro abierto
cuyas páginas se dejaban leer con voracidad. Entonces, ella propuso continuar
la charla en su casa, vivía muy cerca le comentó, justo a la vuelta de la
esquina. No podía creer que la presa cayera tan pronto: este iba a ser un día
de suerte. Llegaron al departamento y bebieron con gusto la última copa. Luego,
fueron directo a la habitación donde la Diosa se desnudó lentamente mostrándole
cada parte del hermoso cuerpo que lo había hechizado horas antes. La belleza impregnó sus pupilas y se relamió los labios
con lujuria. Sin más, se deshizo de la ropa y se abalanzó sobre ella. Al caer
en la cama, la Diosa había desaparecido. Con la perplejidad estampada en el
rostro, se levantó como un loco sin comprender nada y observó con sorpresa al
único ser que se movía entre las
sábanas: un pequeño y tierno ratón blanco. Por primera vez, odió ser hombre y no gato.